likeame pues!

Nos dice Cortázar (La Vuelta al día en ochenta mundos, Siglo XXI editores) que Paik concibió varios happenings en su tiempo y que apuntó a destruir los obsoletos conceptos de actor/audiencia; público /artista. Una de sus propuestas apuntaba, por ejemplo, a tomar el metro en la estación Vaugirard y bajarse – según guion – en Chátelet, este acto de teatro anónimo tenía la gran ventaja de poder pasar totalmente inadvertido por la audiencia, rompiendo así con las banalidades burguesas de escenario – platea.
Tengo la impresión que no fueron los conceptos de Paik los que llevaron a la sociedad a su situación actual, pero tengo también la impresión de que hemos llegado al final del más complejo e inesperado de sus guiones. Ése que nunca escribió, pero que ciertamente no dejaba duda de las intenciones de juntar arte/ realidad o artista/ público. La realidad de hoy es que las redes sociales se han vuelto el escenario desde el que muchos seres humanos actuamos ya no como audiencia sino como representación de nosotros mismo. Lejos ha quedado aquél mundo en el que se prendía la tele para ver la vida de otras personas, ahora nosotros somos la tele, somos la grilla y cambiamos la programación según nuestro único instrumento de medición de rating: los anhelados likes. Por supuesto, siguen habiendo las y los que no se han metido en este camino, o que usan sus redes sociales como tele y no como escenario; y también hay los que usan sus redes sociales como cartas que se lleva un cohete espacial para los extraterrestres y siguen posteando sin respuesta alguna de nadies.
Ya no somos las personas que acudían a un espectáculo en busca de entretenimiento o – incluso – algo que nos conmueva. Porque en el fondo, el telón no baja nunca y hay que sacarse la selfie comiendo algo antes de salir, como quién dice: estoy en el camerino, denme 10 minutos más. Hay que sacarse la foto mostrando el título de licenciatura: final del primer acto. Final del tercer o cuarto acto: mostrar la ecografía y decir bienvenido Manuelito.
Cada pedazo de vida ha dejado de valer en sí mismo; las cosas valen por el rating. Y parecen no servir si se hacen en soledad, si se hacen en intimidad o se hacen en horarios en los que todo el mundo está organizando su propia programación. La espontaneidad está planeada, se presenta con filtro, labios de pato y la mitad del escote o “en el gym”, y si no eres lindo, anda a ver qué papeles hay disponibles (el chistoso, la feminista, el politólogo, el comentarista de futbol, la presidenta de la asociación de padres del cole, el side kick, etc.), porque los de protagonista ya fueron repartidos. La intimidad vale en la medida de su calificación general.
Se la pasa bien en la medida en que otros digan que la pasamos bien. Y ahí andamos mirando el celu para ver si el público entendió que es el fin de otro acto y que deben aplaudir en lugar de estar haciendo su propio performance (“Ya pues carajo, no puedo empezar el segundo acto sino aplauden éste”). Pero como Paik bien sabía, dos actores podían subirse a la estación Vaugirard sin siquiera haberse comunicado previamente y también podían bajarse anónimamente en Chátelet. Ambos pudieron actuar en el mundo, y quizá en sus roles de audiencia – uno para el otro – fueron la más bella y complaciente audiencia jamás vivida por ambos.
Carlos Villagómez (La Razón – 3 de noviembre 2013) decía que el arte en Europa se fundó en su experiencia bélica: “Ya no podemos escribir un poema después de Auschwitz”. Y que las expresiones artísticas que buscaban romper la tradición de su tiempo (instalaciones, los objet trouve y la performance – por ejemplo), venían de ese proceso de deshumanización. En tal caso, parecen totalmente válidas las expresiones artísticas en las que un desnudo quiere parar el tráfico y hacer que la gente salga de su cotidianidad. Shockear a la gente. Sacudirla. Que saque su cabeza del maletín y la levante para ver el mundo. Villagómez se cuestiona ¿qué puede ser considerada expresión artística en Bolivia, si un minero se inmola junto con su dinamita en plena plaza principal? ¿Qué puede romper la cotidianidad, si diariamente vemos 1.000 bailarines de morenada hacer pasos que nadie podría llamar cotidianos, y sin embargo, ocurren todos los días? Ya no podemos desnudarnos para shockear a la audiencia en la calle, porque un jubilado ya se desnudó sin pensar que hacía acto artístico alguno. Estamos como Krusty buscando bajarse los pantalones por comida cuando hay alguien que lo está haciendo gratis al lado.
Ahora que todos somos intérpretes, ya no sólo en las calles y las entradas folclóricas, sino en la virtualidad. Ahora queda preguntarse ¿qué es el arte? O en realidad ¿qué es el arte en un contexto moderno? ¿Dónde se abre y cierra el telón? ¿Cuándo dejamos de actuar y comenzamos a ser? Si las calles de antes son la red de ahora, y esa red tiene veinte mil entradas folclóricas por segundo, ¿cómo expresarse artísticamente sin repetir el paso de moreno? Quizá la expresión artística más rebelde – en mi opinión – sea el silencio. Ese silencio que rompe – justamente – con la cotidianidad del ruido, con todas las entradas folclóricas virtuales, con todas las mini obras y foto novelas de selfies, likes y poses. Silencio que sale de adentro y se vive en soledad y no en público. No es un acto de David Blaine, no es un reto, sino un acto de rebeldía ante un mundo que no para de hablar.

Comentarios

Vania B. dijo…
Lindo texto, querido Sergio: te laikeo después de casi un año de que lo has publicado. Ojalá que este escrito haya visto la luz en algún otro medio más visitado y público que los olvidados blogs.

Sergrito dijo…
Vania, que joda que te hayas dado una vuelta.

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